Fui un juez cruel. Me heriste con una estocada profunda. Fui tu víctima y a la vez me mimeticé dentro del jurado que se sentó a reprocharte. Y como buena víctima fui exageradamente parcial. Me puse una máscara de zorro y actué como tal.
Observé cómo con cara de terror y sudor en tu frente mirabas 500 caras de zorros de tonos anaranjados a punto de lanzarse sobre tu carne fresca. Yo me sentía moralmente protegida. Ellos estaban allí para ejercer la justicia que yo merecía. Eran mis aliados.
Solo cuando me tuve que sentar en la piedra gélida del imputado te entendí. Me di cuenta que me tenías que herir. Me tenías que herir para aspirar a ser feliz y hacerme feliz. Y evidencié lo absurdo del proceso: ¿Quiénes eran aquellos que con máscaras de indiferencia y recta moralidad te juzgaban de esa manera? ¿Quiénes sino aquellos que cometen constantemente los mismos crímenes o están susceptibles a cometerlos?
Hoy, desde el patio de los condenados, te logré mirar sin máscaras. Las cicatrices de mi rostro quedan al descubierto, pero al menos puedo sentir la brisa fresca tocar suavemente mi piel humana.
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